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English to Spanish: Parts of a Computer Technology translation General field: Tech/Engineering Detailed field: Computers: Systems, Networks
Source text - English A firewall is a solid defense against online threats that blocks bad things from reaching your computer. Simply put, a firewall is a barrier between a computer and the Internet. When you visit a suspicious site, the firewall either filters out the dangerous data or blocks the connection entirely. A properly chosen and configured firewall provides a good measure of protection against hackers and other online threats.
There are three basic types of firewalls—each has pros and cons. Your options include:
• Software firewalls can be installed on individual computers and are a good choice for most home users. However, most software firewalls must be purchased, and each computer connected to the Internet may need its own copy. Also, installation and set up may be required. As a Comcast High-Speed Internet subscriber, you can download Norton™ Security at no additional cost that includes firewall software protection to help conceal your computer from hackers and spyware.
Translation - Spanish Un firewall es una defensa sólida contra las amenazas en línea que bloquean las cosas malas para que no lleguen a tu computadora. En pocas palabras, un firewall es una barrera entre tu computadora e internet. Cuando visitas un sitio dudoso, el firewall filtra la información peligrosa o bloquea la conexión completamente. Un firewall bien elegido y configurado brinda una buena medida de protección contra los piratas cibernéticos y otras amenazas de internet.
Hay tres tipos básicos de firewalls– cada uno tiene ventajas y desventajas. Tus opciones incluyen:
• Firewalls de programas pueden instalarse en computadoras individuales y son una buena opción para la mayoría de los usuarios domésticos. Sin embargo, casi todos los firewalls de programas deben comprarse y cada computadora conectada a internet puede necesitar su propia copia. Además, puede requerir instalación y configuración. Siendo suscriptor de internet de alta velocidad de Comcast, puedes descargar Norton™ Security sin costo adicional, que incluye firewall de protección de programas para ayudar a ocultar tu computadora de piratas cibernéticos y programas espía.
English to Spanish: Facebook posts General field: Other Detailed field: Advertising / Public Relations
Source text - English Tuesday, April 19
It's Star Tuesday! On tonight's series premiere of Game of Thrones (11/10c), JASON MOMOA plays the savage warrior Khal Drogo. The Hawaiian actor also wields a sword in the big-screen remake of Conan the Barbarian.
Wednesday, April 20
Today would have been Tito Puente's 88th birthday. The legendary Latin jazz and salsa musician died in 2000, but he's still beloved today. In honor of Mr. Tito we're wondering: Who are your all-time favorite Latino musicians?
Thursday, April 21
Trivia Challenge: Birdwatcher Edition. In tomorrow night's dark comedy Pájaros Muertos, (8/7c), an uptight gated community goes haywire when they find a dead sparrow in the road. How old was the oldest living sparrow ever found?
Translation - Spanish Martes, 19 de abril
¡Es martes de estrellas! En el estreno de esta noche de la serie Game of Thrones (Juego de tronos) (11/10c), JASON MOMOA hace del guerrero despiadado Khal Drogo. El actor hawaiano también empuña una espada en el remake en pantalla grande de Conan el bárbaro.
Miércoles, 20 de abril
Hoy hubiera sido el cumpleaños número 88 de Tito Puente. El legendario músico de Jazz latino y salsa murió en el año 2000, pero todavía hoy es querido. En honor al señor Tito nos preguntamos: ¿Quiénes son tus músicos latinos favoritos de todos los tiempos?
Jueves, 21 de abril
Desafío de Trivia: Edición Ornitólogo. En la comedia de humor negro de mañana a la noche Pájaros Muertos, (8/7c), se vuelven locos en una estricta comunidad cerrada cuando encuentran un gorrión muerto en la calle. ¿Cuántos años tenía el gorrión más viejo que hayan encontrado?
English to Spanish: The undomestic goddess General field: Art/Literary Detailed field: Poetry & Literature
Source text - English The undomestic goddess
by Sophie Kinsella
(I do not have the english copy
Translation - Spanish Uno
¿Te considerarías estresada?
No. No estoy estresada.
Estoy… ocupada. Muchas personas están ocupadas. Tengo un trabajo bien potente, mi carrera es importante para mí y la disfruto.
Está bien. A veces me siento un poco tensa. Pero dios mío, soy una abogada en la ciudad. ¿Qué otra cosa esperas?
La escritura presiona tan fuerte la página que rompí el papel. ¡Maldita sea! No importa. Avancemos a la próxima pregunta.
En promedio, ¿cuántas horas pasas en la oficina cada día?
14
12
8
Depende.
¿Ejercitas con regularidad?
Voy a nadar seguido
A veces voy a nad
Tengo la intención de empezar un régimen regular de natación. Cuando tenga tiempo. El trabajo está muy pesado últimamente, es algo pasajero.
¿Tomas 8 vasos de agua por día?
Sí
A vec
No.
Dejo la lapicera y toso. Del otro lado de la sala, Maya me mira, está reacomodando las ollas pequeñas de cera y los esmaltes de uñas. Maya es la terapeuta de belleza del spa y yo diría que está en los cuarenta. Tiene el pelo oscuro y largo trenzado y un arito chiquito de plata en la nariz.
– ¿Todo bien con el cuestionario? –murmura.
–Dije que estaba un poco apurada –digo amablemente– ¿Son necesarias todas estas preguntas?
–En el Centro Campo Verde nos gusta obtener la mayor información posible para evaluar las necesidades de salud y belleza –contesta en un tono tranquilizador pero implacable.
Miro el reloj. Nueve y cuarenta y cinco.
No tengo tiempo para esto. Realmente no tengo el tiempo. Pero es el regalo de mi cumpleaños y le prometí a mi mejor amiga Fer.
Para ser más precisa, es el regalo de mi cumpleaños del año pasado. Fer me dio el cupón de regalo de la “Máxima experiencia desestresante” hace más de un año. Es mi amiga de la escuela de hace muchos años y siempre está encima mío diciendo que trabajo demasiado. En la tarjeta que vino con el cupón escribió: ¡¡Deja un poco de tiempo para ti misma, Samanta!!
Lo cual tenía toda la intención de hacer. Pero tuve mucho que hacer y no sé cómo pero pasó un año sin tener un momento libre. Soy abogada en Carter Spink. Trabajo en el departamento corporativo en la parte financiera y justo en este momento, las cosas están bastante agitadas con grandes negocios a tratar. Es pasajero. Se pondrá mejor. Sólo tienen que pasar un par de semanas.
Bueno, entonces Fer me mandó la tarjeta de cumpleaños de este año y de repente me di cuenta que el cupón se iba a vencer. Entonces aquí estoy, en mi cumpleaños veintinueve. Sentada en un sillón con una bata blanca de toalla y papeles surrealistas.
¿Fuma?
No.
¿Bebe alcohol?
Sí. Algún que otro vaso de vino.
¿Come con frecuencia comidas caseras?
¿Qué tiene que ver eso? ¿Quién dice que las comidas caseras son superiores?
Como una dieta variada y nutritiva, escribo al final.
Lo que es absolutamente cierto.
De todos modos, todos saben que los chinos viven más que nosotros, ¿entonces qué más saludable que comer su comida? Y la pizza es mediterránea. Es probablemente más saludable que una comida casera.
¿Siente que su vida es equilibrada?
Sí
No
Sí.
–Terminé –anuncio. Y le entrego las páginas a Maya, que empieza a leer mis respuestas. El dedito atraviesa el papel al ritmo de caracol. Como si tuviéramos todo el tiempo del mundo.
Lo que ella quizás tenga. Pero yo de verdad tengo que volver a la oficina a la una.
Maya me mira con expresión pensativa:
–Obviamente eres una mujer bastante estresada.
¿Qué? ¿De dónde sacó eso? Específicamente puse en el formulario que no estaba estresada.
–No –espero que Maya considere mi sonrisa de vean-cuán-desestresada-estoy. No se ve muy convencida.
–Se nota que tu trabajo te presiona mucho.
–Yo prospero cuando estoy presionada –le explico. Lo que es verdad. Sé eso de mí misma desde que…
Bueno. Desde que me dijo mi mamá, cuando tenía tipo ocho. Tú prosperas cuando estás presionada, Samanta. Toda la familia prospera con presión. Es como el lema de nuestra familia.
Aparte de mi hermano Pedro, obvio. Él tuvo una crisis nerviosa. Pero el resto de nosotros, sí.
Amo mi trabajo. Me encanta descubrir los atajos en un contrato. Me encanta la emoción de negociar, discutir mi caso y señalar lo más importante en el despacho. Me encanta la adrenalina que se siente al cerrar un contrato.
Supongo que a veces siento como si alguien me estuviera cargando con pesos pesados. Como ladrillos uno arriba del otro que tengo que seguir sosteniendo encima, sin importar lo exhausta que esté…
Sin embargo, seguro que todos se sienten así. Es normal.
–Tu piel está muy deshidratada –Maya está negando con la cabeza. Pasa la mano experta por mi mejilla y apoya los dedos en mi mandíbula, preocupada–. Tu ritmo cardíaco está muy alto. Eso no es saludable. ¿Te sientes particularmente tensa?
–Estoy bastante ocupada en el trabajo –me encojo de hombros–. Es momentáneo. Estoy bien.
¿Podemos terminarla?
–Bueno –Maya se levanta. Aprieta un botón en la pared y una música suave impregna el ambiente–. Lo único que puedo decir es que has venido al lugar correcto, Samanta. Nuestro objetivo aquí es desestresar, revitalizar y desintoxicar.
–Genial –digo, escuchando a medias. Me acabo de acordar que nunca le devolví la llamada a David Eldridge acerca del contrato ucraniano de petróleo. Quería llamarlo ayer. ¡Carajo!
–Nuestro objetivo es proveer un paraíso de tranquilidad, lejos de tus preocupaciones diarias –Maya presiona otro botón en la pared y la luz se atenúa a un brillo apagado–. Antes de empezar –dice suavemente–, ¿Tienes alguna pregunta?
–En verdad, sí –me inclino hacia delante.
–¡Bien! –sonríe–. ¿Tienes curiosidad de saber de los tratamientos de hoy o es algo más general?
–¿Podría quizás enviar rápido un e-mail?
La sonrisa de Maya se congela.
–Bien rápido –agrego–. No tomará más de dos segunditos.
–Samanta, Samanta… –Maya niega con la cabeza–. Estás aquí para relajarte. Para tomarte un tiempo para ti. No para mandar e-mails. ¡Los e-mails son una obsesión! ¡Una adicción! Tan maléficos como el alcohol o la cafeína.
Por el amor de Dios, no estoy obsesionada. Es decir, es ridículo. Reviso los e-mails tipo una vez cada… treinta segundos, quizás.
Es que, mucho puede cambiar en treinta segundos.
–Y aparte, Samanta –Maya continúa–, ¿Ves alguna computadora en este cuarto?
–No –contesto de manera obediente mirando alrededor del pequeño cuarto poco iluminado, pósters de posiciones de yoga, un llamador de ángeles y una fila de cristales acomodados en la repisa de la ventana.
–Es por eso que les pedimos que dejen todos los aparatos electrónicos en la caja fuerte. No se permite el uso de teléfonos celulares. Tampoco de pequeñas computadoras –Maya abre los brazos–. Esto es un refugio. Un escape del mundo.
–Está bien –asiento sumisamente.
Ahora no es probablemente el momento de revelar que tengo escondido un BlackBerry en los calzones.
–Entonces, comencemos –Maya sonríe–. Acuéstate por favor en la toalla y quítate el reloj.
–¡Necesito mi reloj!
–Otra adicción –dice enojada–. No necesitas saber la hora mientras estas aquí.
Se da vuelta y me quito el reloj con desgana. Luego, un poco incómoda, me acomodo en la cama de masajes, tratando de no aplastar mi preciado BlackBerry.
Yo vi la regla que decía que no se permitían los aparatos electrónicos y entregué mi otro teléfono. ¿Pero tres horas sin un BlackBerry? Es decir, ¿qué pasaría si algo sucede en la oficina? ¿Y si hay una emergencia?
Si realmente quisieran que las personas estén relajadas, les dejarían quedarse con los BlackBerrys y los teléfonos celulares, no confiscárselos.
De todas maneras, nunca lo va a ver debajo de la toalla.
–Voy a comenzar con un masaje relajante de pies –dice Maya y yo siento que me está poniendo una especie de loción en los pies–. Trata de despejar la mente.
–Miro el techo obligadamente. Despejar la mente. La mente está más clara que un vidrio… transparente…
¿Qué voy a hacer con Eldridge? Va a estar esperando una respuesta. ¿Y si le dice a los otros socios que soy floja? ¿Qué pasa si afecta la posibilidad de un ascenso?
Siento un estrujo de susto. Ahora no es momento de dejar las cosas al azar.
–Trata de abandonar todos los pensamientos… –recita Maya–. Siente cómo se libera la tención…
Quizás le puedo mandar un e-mail rápido.
Con disimulo estiro la mano y toco el BlackBerry. Paulatinamente lo saco de la bombacha. Maya sigue masajeándome los pies, totalmente ajena a todo.
–Tu cuerpo se hace pesado… tu mente se tiene que ir vaciando…
Alcanzo a poner el BlackBerry en el pecho y puedo ver la pantalla debajo de la toalla. Menos mal que este cuarto está tan oscuro. Con cuidado de mantener los movimientos al mínimo, sigilosamente empiezo a escribir un e-mail con una mano.
–Relájate –Maya está diciendo en un tono calmante–. Imagina que estás caminando por una playa…
–Mmm.. –murmuro.
David, escribo. Contrato de petróleo. Leí las correcciones. Creo que nuestra respuesta debería ser
–¿Qué estás haciendo? –dice Maya, de repente alerta.
–¡Nada! –digo, metiendo a toda prisa el BlackBerry debajo de la toalla–. Estoy, eh… relajándome.
Maya se acerca y ve el bulto bajo la toalla donde tengo agarrado el BlackBerry.
–¿Tienes algo escondido? –dice sin poder creerlo.
–¡No!
De abajo de la toalla el BlackBerry emite un pequeño pitido. Maldita sea.
–Creo que fue un auto –digo, tratando de sonar despreocupada–. Afuera en la calle.
Los ojos de Maya cambian la expresión.
–Samanta –dice amenazante–, ¿tienes un aparato electrónico ahí abajo?
Tengo la sensación de que si no confieso me va a arrancar la toalla de todas maneras.
–Solo estaba mandando un e-mail –digo al final y saco tímidamente el BlackBerry.
–¡Ustedes las adictas al trabajo! –me lo saca de la mano con exasperación–. Los e-mails pueden esperar. Todo puede esperar. ¡Simplemente no sabes cómo relajarte!
–¡No soy adicta al trabajo! –contesto con indignación–. ¡Soy abogada! ¡Es distinto!
–No lo quieres reconocer –niega con la cabeza.
–¡No soy! Mira, tenemos unos negocios muy importantes en la empresa. ¡No puedo simplemente desconectarme! Y justo ahora. Estoy… bueno, me están por dar un ascenso.
Mientras digo las palabras en voz alta siento los nervios punzantes de siempre. Socia de una de las firmas de abogados más grandes del país. Lo único que quise siempre, siempre.
–Me están por dar un ascenso –repito, más calmada–. Toman la decisión mañana. Si sucede, seré la socia más joven en la historia de la firma. ¿Sabes lo importante que es esto? ¿Tienes idea de…
–Cualquiera se puede tomar libre un par de horas –interrumpe Maya. Me pone las manos en los hombros–. Samanta, estás demasiado tensa. Tienes los hombros rígidos, el corazón está a mil… Me parece a mí que estás justo al borde.
–Estoy bien.
–¡Eres un atado de nervios!
–¡No!
–Tienes que decidirte a bajar la velocidad, Samanta –me mira con gran seriedad–. Solo tú puedes decidir cambiar tu vida. ¿Vas a hacer eso?
–Eh… bueno…
Me detengo con sorpresa, ya que de adentro de la bombacha vibra algo.
El celular. Lo metí ahí junto con el BlackBerry y lo puse en vibración así no hacía ruido.
–¿Qué es eso? –Maya mira la toalla que se mueve–. ¿Qué diablos es ese… temblequeo?
No puedo admitir que es un teléfono. No después de lo del BlackBerry.
–Ejem… –carraspeo–. Es mi… juguetito especial del amor.
–¿Tu qué? –Maya se ve bastante sorprendida.
El teléfono vibra adentro de los pantalones otra vez. Tengo que atender. Puede ser la oficina.
–Eh… sabes, últimamente estoy pasando por una etapa un poco íntima –le doy a Maya una mirada importante–. ¿Podrías tal vez… eh… dejarme sola un momento?
Maya se ve de repente desconfiada.
–¡Un momento! –trata de mirar otra vez– ¿Es un teléfono lo que tienes ahí abajo? ¿Contrabandeaste un teléfono celular también?
Ay, Dios. Está furiosa.
–Está bien –digo, tratando de sonar arrepentida–. Sé que tienes reglas y todo, lo que respeto, pero la cosa es que necesito mi celular –estiro la mano debajo de la toalla para alcanzar el teléfono.
–¡Déjalo! –el grito de Maya me toma por sorpresa–. Samanta –dice, esforzándose para mantener la calma–. Si escuchaste algo de lo que te dije… vas a apagar el teléfono ahora mismo.
El teléfono vibra de nuevo en mi mano. Miro la pantalla y siento un revoltijo en el estómago.
–Es la oficina.
–Pueden dejar mensaje. Pueden esperar.
–Pero…
–Este es tu propio espacio –se inclina hacia delante y me estrecha las manos con gran seriedad–. Tu propio espacio.
Realmente no lo entiende. Casi como que me quiero reír.
–Soy una socia en Carter Spink –explico–. No tengo mi propio espacio –abro el teléfono y una voz masculina enojada grita del otro lado de la línea.
–Samanta, ¿dónde diablos estás?
Es Ketterman. El director de nuestro departamento corporativo. Tiene cerca de cincuenta años y su nombre es John, pero todos lo llaman únicamente Ketterman. Tiene pelo negro y anteojos de acero y ojos grises, y en realidad cuando llegué la primera vez a Carter Spink ese hombre solía darme pesadillas.
–El contrato de Fallon está otra vez en pie. Regresa ya mismo. Reunión a las diez y media.
¿Otra vez en pie?
–Estaré ahí lo más pronto posible –cierro el teléfono de un golpe y la miro a Maya con pesar–. Lo siento.
No soy adicta a mi reloj.
Pero obviamente dependo de él. A ti te pasaría lo mismo si tu tiempo se midiera en segmentos de seis-minutos. Por cada seis minutos de mi vida laboral tengo que facturar un cliente. Todo va en una hoja cronológica computarizada, en pedazos detallados.
11:00- 11:06 hice borrador de contrato para el Proyecto A
11:06- 11:12 enmendé la documentación para el Cliente B
11:12- 11:18 consulté lo que necesitaba para el Acuerdo C
Cuando empecé en Carter Spink, me enloquecía un poco la idea de tener que escribir lo que estaba haciendo, cada minuto del día. Siempre pensaba: ¿Qué pasa si no hago nada por seis minutos? ¿Qué tendría que escribir entonces?
11:00- 11:06 miré sin punto fijo por la ventana
11:06- 11:12 soñé despierta que me cruzaba con George Clooney en la calle
11:12- 11:18 intenté tocarme la nariz con la lengua
Pero si eres una abogada en Carter Spink, no te sientas sin hacer nada. No
cuando cada seis minutos de tu vida vale plata. Si dejo que seis minutos de mi vida se me escapen, le hago perder a la firma £50. Doce minutos, £100. Dieciocho minutos, £150. Y la verdad es que te acostumbras a medir tu vida en pedacitos. Y te acostumbras a trabajar. Todo el tiempo.
Dos
Cuando llego a la oficina, Ketterman está parado al lado de mi escritorio, mirando con una expresión de desagrado el lío de papeles y archivos desparramados por todas partes.
A decir verdad, yo no tengo el escritorio más inmaculado del universo. De hecho… es un caos. Pero tengo la intención de ordenarlo y de organizar todas las pilas de contratos anteriores que están en el piso. Ni bien tenga un momento.
–Reunión en diez minutos –dice–. Quiero que esté listo el borrador de la documentación financiera.
–Absolutamente –contesto. Ketterman es desconcertante en los mejores
momentos. Simplemente emana un poder que da miedo. Pero hoy es un millón de veces peor, porque Ketterman está en el panel que toma las decisiones. Mañana a las 9 de la mañana, él y otros trece socios tienen una gran reunión en la que decidirán qué colega pasará a socio este año. La semana pasada todos los candidatos hicimos una presentación para el panel, trazando las cualidades e ideas que traeríamos a la firma. Cuando terminé la mía, no tenía idea si había impresionado o no. Mañana me enteraré.
–El borrador de la documentación está aquí mismo… –meto la mano en una pila de carpetas y saco algo que parece un fichero floreado.
No es el correcto.
Lo apoyo a toda prisa.
–Está aquí seguro en alguna parte… –revuelvo todo frenéticamente y localizo la ficha correcta. Gracias a Dios–. ¡Aquí!
–No sé cómo puedes trabajar en este caos, Samanta –la voz de Ketterman es
débil y sarcástica.
_¡Por lo menos está todo a mano! –intento hacer un chistecito, pero Ketterman se mantiene como una piedra. Nerviosa, corro la silla y cae como lluvia una montaña de papeles y de borradores viejos.
–Ya sabes que la regla de antes decía que los escritorios debían ordenarse todos los días para las seis –la voz de Ketterman es de acero–. Tal vez deberíamos presentarla de nuevo.
–¡Quizás!
–¡Samanta! –una voz del cielo nos interrumpe y observo con alivio que viene Arnold Saville por el pasillo.
Arnold es mi preferido de los socios superiores. Tiene el pelo canoso que siempre se ve un poco salvaje para ser abogado y un gusto exuberante para las corbatas. Me saluda con una amplia sonrisa y enseguida me siento relajada.
Estoy segura que Arnold es el que va a hinchar por mí para que sea yo la socia. De la misma manera en que estoy segura que Ketterman es el que va a estar en contra. Ya escuché por accidente a Ketterman que decía que yo era muy joven para pasar a socia, que no había apuro. Es muy probable que él me tendría estancada como colega por cinco años más; pero Arnold siempre estuvo de mi lado. Es el disidente de la firma, el que no respeta las reglas. Durante muchos años tuvo un labrador, Stan, que vivía debajo de su escritorio, a pesar de las quejas del departamento de salud y seguridad. Si hay alguien que puede iluminar la atmósfera en una reunión delicada, es Arnold.
–Carta de agradecimiento para ti, Samanta –Arnold sonríe y saca una hoja–. Del presidente de Gleiman Brothers, nada más y nada menos.
Tomo sorprendida el papel pergamino y hojeo la nota escrita a mano: … gran estima… siempre muy profesional…
–Asumo que le ahorraste unos millones de libras que no estaba esperando –Arnold centellea–. Está encantado.
–Ah, sí –me ruborizo un poco–. Bueno, no fue nada, sólo noté una anomalía en el modo en que estaban estructurando sus finanzas.
–Obviamente le causaste una muy buena impresión –Arnold levanta las cejas tupidas–. Quiere que te encargues de todos sus negocios a partir de ahora. ¡Excelente, Samanta! Bien hecho.
–Eh… gracias –miro de reojo a Ketterman, sólo para ver si por casualidad está impresionado, pero sigue frunciendo el ceño, impaciente.
–También quiero que te encargues de esto –Ketterman pone una ficha en mi escritorio–. Marlowe y Co. están por adquirir un punto de venta en una plaza. Necesito un resumen de la diligencia debida en cuarenta y ocho horas.
Ay, carajo. El corazón se me hunde cuando miro la carpeta pesada. Me va a llevar horas hacer eso.
Ketterman siempre me da trabajitos insignificantes que no puede ponerse a hacer él. De hecho, todos los socios hacen lo mismo. Hasta Arnold. La mitad de las veces ni siquiera me dicen nada, simplemente tiran la ficha en mi escritorio con un memo ilegible y esperan que yo lo haga.
Y por supuesto lo hago. De hecho, siempre trato de terminarlo un poco más rápido de lo que esperaban.
–¿Algún problema?
–Por supuesto que no –digo con una voz eficiente, sé lo que hago, socia en potencia–. Nos vemos en la reunión.
Cuando se va miro el reloj. Diez y veintidós. Tengo precisamente ocho minutos para asegurarme de que el borrador de la documentación para el contrato de Fallons esté todo en orden. Fallons es nuestro cliente, una gran compañía multinacional de turismo, y va a adquirir el Grupo del Hotel Smithleaf. Abro la ficha y hojeo las páginas con rapidez, revisando si hay errores, si hay algún bache. He aprendido a leer mucho más rápido desde que estoy en Carter Spink.
De hecho, hago todo más rápido. Camino más rápido, hablo más rápido, como más rápido… tengo sexo más rápido…
No es que haya hecho mucho de eso últimamente, pero hace dos años salí con un socio superior de Berry Forbes. Se llamaba Jacob y trabajaba con fusiones internacionales enormes y tenía incluso menos tiempo que yo. Al final, afilamos nuestra rutina a tipo seis minutos, lo que hubiera sido bastante útil si nos pasábamos la factura el uno al otro. (Obviamente no lo hacíamos). El me hacía acabar a mí y yo lo hacía acabar a él. Y luego revisábamos los e-mails.
Siendo prácticamente orgasmos simultáneos. Así que nadie puede decir que eso no es buen sexo. Leí la revista Cosmo; sé de estas cosas.
De todos modos, a Jacob le hicieron una gran oferta y se mudó a Boston, así que ese fue el final del tema. No me importó tanto.
Para ser honesta, en realidad no me gustaba mucho.
–¿Samanta? –es mi secretaria, Maggie. Empezó hace apenas tres semanas y no la conozco muy bien–. Tengo un mensaje para darte de cuando no estabas. ¿De Johana?
–¿Johana de Clifford Chance? –levanto la cabeza con toda atención–. Está bien, dile que recibí el mail de la cláusula cuatro y que la llamaré por eso después del almuerzo…
–No esa Johana –interrumpe Maggie–. Johana tu nueva mucama. Quiere saber adónde guardas las bolsas para la aspiradora.
La miro desorbitada:
–¿Las qué?
–Bolsas para la aspiradora –Maggie repite con paciencia–. No las encuentra.
–¿Para qué necesita poner la aspiradora en una bolsa? –digo, confundida–. ¿La va a llevar a algún lado?
Maggie me observa detenidamente como si pensara que estoy bromeando.
–Las bolsas que van adentro de la aspiradora –dice con cuidado–. ¿Para juntar el polvo? ¿Tienes alguna de esas?
–¡Ah! –digo rápido–. Ah, esas bolsas. Eh…
Frunzo el ceño pensativamente, como si tuviera la solución en la punta de la lengua. A decir verdad, ni siquiera puedo visualizar la aspiradora. ¿Dónde la puse? Sé que la entregaron, porque el portero firmó cuando la trajeron.
–Puede ser una Dyson –sugiere Maggie–. No precisan bolsas. ¿Es vertical o cilíndrica? –me mira expectante.
–Después me ocupo –digo de manera empresarial y empiezo a juntar los papeles–. Gracias, Maggie.
–También quería saber otra cosa –Maggie revisa su anotador–. ¿Cómo se prende el horno?
Por un momento sigo agarrando los papeles.
–Bueno, giras la… eh… perilla –digo, a lo último, tratando de sonar indiferente–. Es muy simple, de verdad…
–Dijo que tiene una traba con cronómetro bastante rara –Maggie frunce el ceño– ¿Es eléctrica o a gas?
¡Bueno!, creo que tengo que terminar esta conversación ahora mismo.
–Maggie, realmente necesito prepararme para esta reunión –digo–. Es en tres minutos.
–¿Entonces qué le digo a tu mucama? –Maggie persiste– Está esperando mi llamada.
–Dile que… por hoy lo deje. Yo me ocupo después.
Cuando Maggie se va de mi oficina agarro una lapicera y un papel.
1. ¿Cómo prender horno?
2. Bolsas de aspiradora, comprar.
Apoyo la lapicera y me masajeo la frente. De verdad no tengo tiempo para
esto. Es decir, bolsas de aspiradora. Ni siquiera sé cómo son, Dios mío, y menos dónde comprarlas.
–Samanta.
–¿Qué? ¿Qué pasa? –doy un salto asustada y abro los ojos. Guy Ashby está parado en la puerta.
Guy es mi mejor amigo en la firma. Mide un metro noventa con piel aceitunada y ojos oscuros y normalmente tiene pinta de un abogado bien profesional. Sin embargo, esta mañana tiene el pelo revuelto y ojeras.
–Relájate –Guy sonríe– Soy yo. ¿Vienes a la reunión?
Tiene la sonrisa más devastadora. No soy la única que lo piensa; todo el mundo lo notó el minuto que llegó a la firma.
–Ah, eh… sí, voy –junto los papeles y agrego despreocupadamente–: ¿Estás bien, Guy? No te ves muy bien.
Se peleó con su novia. Tuvieron implacables peleas toda la noche y ella se fue para siempre…
No, emigró a Nueva Zelanda…
–Lo hice toda la noche –dice, haciendo una mueca de dolor–. Cogiendo a Ketterman. Es inhumano –bosteza abiertamente, mostrando los dientes blancos perfectos que se había arreglado cuando estaba en la Facultad de Derecho de Harvard.
Él dice que no fue su elección. Parece ser que no te dejan graduarte hasta que no te de el OK el cirujano plástico.
–¡Qué plomo! –sonrío en compasión y luego empujo hacia atrás la silla–. Vamos.
A Guy lo conozco de hace un año, desde el momento en que se unió como socio en el departamento corporativo. Es inteligente y divertido y trabaja de la misma manera que yo, y de alguna manera somos bien compatibles.
Y sí, es posible que se hubiera dado un cierto tipo de romance entre nosotros, si las cosas hubieran sido diferentes. Sin embargo, hubo un estúpido malentendido, y…
De cualquier manera, no se dio. Los detalles no son importantes. No es algo en lo que pienso seguido. Somos amigos y eso está bien para mí.
Está bien, esto es exactamente lo que sucedió.
Aparentemente, Guy se fijó en mí desde el primer día en la firma, de la misma manera en que yo me fijé en él. Y estaba interesado. Le preguntó a Nigel MacDermot, que tenía la oficina al lado de la de él, si yo era soltera. Y sí lo era.
Esta es la parte crucial: era soltera. Acababa de terminar con Jacob. Sin embargo, Nigel MacDermot, que es un tarado, desconsiderado, estúpido, estúpido, le dijo a Guy que yo estaba enganchada con un socio superior de Berry Forbes.
Aunque era soltera.
Si me preguntas a mí, el sistema es totalmente defectuoso. Debería ser más claro. La gente tendría que tener letreros de compromisos, como los baños. Ocupado. Desocupado. No debería haber ambigüedad con estas cosas.
De todos modos, yo no tenía un letrero. O si lo tenía, no era el correcto. Fueron unas semanas bastante embarazosas cuando le sonreía mucho a Guy y él me miraba raro y empezó a evitarme, porque no quería: a) romper una relación o b) tener un trío con Jacob.
Yo no entendía qué estaba sucediendo, entonces me eché atrás. Luego me dijo un pajarito que empezó a salir con una chica que se llamaba Charlotte que la había conocido en una fiesta un fin de semana. Ahora viven juntos. Uno o dos meses después trabajamos juntos en un contrato y nos pudimos conocer como amigos, y esa es toda la historia.
Es decir, está bien. De verdad. Así es la vida. Algunas cosas suceden y otras no. Ésta es obvio que no tenía que pasar.
Excepto que adentro mío, todavía creo que podría haber pasado.
–Entonces –dice Guy mientras caminamos por el pasillo a la sala de la reunión–. ¿Qué hacía Ketterman antes en tu oficina?
–Ah, lo mismo de siempre. Un informe de diligencia debida. Entrégalo para ayer, cosas por el estilo. Como si no estuviera ya bastante ocupadita.
–Todos te agarran para que hagas el trabajo de ellos, por eso –dice Guy. Me da una mirada de preocupación–. ¿Quieres delegar algo? Puedo hablar con Ketterman…
–No, gracias –contesto, de una–. Yo puedo hacerlo.
–No quieres que nadie te ayude –suena divertido–. Prefieres morir, sofocada por una pila de expedientes de diligencias debidas.
–¡Como si tú no fueras igual! –contesto.
Guy odia admitir la derrota o pedir ayuda tanto como yo. El año pasado se hizo un esguince en la pierna en un accidente de ski y se rehusó enseguida a usar la muleta que le dio el doctor de la firma. Su secretaria siempre lo corría con la muleta por los pasillos, pero él le decía que no la quería y que la usara como un perchero.
–Bueno, dentro de poco vas a tomar las decisiones tú. Cuando seas una socia –levanta una ceja.
–¡No digas eso! –le digo entre dientes con horror. Lo va a quemar.
–Vamos. Sabes que lo has logrado.
–Yo no sé nada.
–Samanta, eres la abogada más brillante en tu año. Y eres la que trabaja más fuerte. ¿Cuánto era que tenías de Coeficiente intelectual, seiscientos?
–Cállate.
Guy se ríe.
–¿Cuánto es ciento veinticuatro por setenta y cinco?
–Nueve mil trescientos –digo, a regañadientes.
Desde que tenía como diez años, pude hacer grandes sumas en mi cabeza. Dios sabrá por qué, pero lo puedo hacer, y todo el mundo dice, “Uh, genial”, y luego se olvida.
Pero Guy siempre se acuerda, tirándome sumas como si fuera una artista de circo. Esta es la única cosa que me irrita de él. Él piensa que eso es gracioso, pero en realidad es bastante molesto. Todavía no he podido ingeniarme para que deje de hacerlo.
Una vez le dije el resultado equivocado a propósito, pero esa vez justo necesitaba de verdad la respuesta, lo puso en un contrato y el negocio casi se echó a perder. Por lo tanto, no he vuelto a hacer lo mismo.
–¿No has practicado en el espejo para la página Web de la firma? –Guy adopta una postura con el dedo en el mentón como pensativo–. Señorita Samanta Sweeting. Socia.
–Ni siquiera he pensado en eso –digo, fingiendo indiferencia.
Esta es una mentira a medias. Ya planeé cómo me voy a arreglar el pelo para la foto, y cuál de los trajes negros me voy a poner.
–Escuché que tu presentación les voló la cabeza –dice Guy de manera más seria.
Mi indiferencia se evapora en un segundo.
–¿De verdad? –digo, tratando de no sonar muy ansiosa por los elogios–. ¿Escuchaste eso?
–Y le mostraste a William Griffiths que tenías razón adelante de todos –Guy se cruza de brazos y me contempla con humor–. ¿Alguna vez cometes un error, Samanta Sweeting?
–Oh, cometo muchísimos errores –digo suavemente–. Créeme.
Como por ejemplo no haberte agarrado y no haberte dicho que era soltera, el primer día, cuando nos conocimos.
–Un error no es error –Guy hace una pausa–. A no ser que no pueda ser arreglado –mientras dice las palabras, sus ojos parecen demostrar una importancia extra.
O quizás los tenga cansados después de no haber dormido en toda la noche. Nunca fui buena para interpretar señales.
Tendría que haber estudiado para obtener un título en atracción mutua, en vez de derecho. Hubiera sido mucho más útil. Licenciatura en Artes, en Saber Cuándo Atraes a los Hombres y Cuándo Son Simplemente Amigables.
–¿Listos? –la voz estricta de Ketterman detrás de nosotros nos hace saltar a ambos y nos damos vuelta para ver una mano entera de hombres de trajes muy discretos, junto con un par de mujeres aún más discretas de trajes.
–Absolutamente –Guy asiente con la cabeza a Ketterman, luego se da vuelta y me guiña el ojo.
Tres
Nueve horas pasan y seguimos en la reunión.
La mesa gigante color caoba está desparramada de fotocopias de borradores de contratos, reportes financieros, anotadores llenos de garabatos, tazas de café y post-its. Hay cajas de comida pedida en el almuerzo por todo el piso. Una secretaria está repartiendo copias del borrador del acuerdo. Dos de los abogados de la oposición se levantaron de la mesa y están murmurando atentamente en la sala pequeña. Cada sala de reuniones tiene una de éstas: un área pequeña donde uno va para tener conversaciones privadas o cuando tiene ganas de romper algo.
La intensidad de la tarde pasó. Es como el reflujo de la marea. Las caras están sonrojadas, los temperamentos todavía altos, pero ya nadie más grita. La gente de Fallons y Smithleaf se fueron. Llegaron a un acuerdo en varios puntos y alrededor de las cuatro en punto se dieron la mano y se retiraron en sus brillantes limusinas.
Ahora nos toca a nosotros, los abogados, interpretar qué dijeron y qué quisieron decir en verdad (y si piensas que es la misma cosa, más vale que renuncies a la abogacía ahora) y ponerlo todo en un borrador de contrato a tiempo para más negociaciones.
Cuando seguramente empezarán a gritar más.
Me refriego la cara seca y tomo un trago de capuchino antes de darme cuenta que levanté la taza equivocada, la taza fría de hace cuatro horas. ¡Qué asco! Y no puedo justamente escupirlo en toda la mesa.
Me trago el sorbo repugnante con un estremecimiento interno. Las luces fluorescentes parpadean en mis ojos y me siento agotada. Mi función en todos estos grandes negocios es en la parte financiera, así que fui yo quien negoció el acuerdo de préstamo entre Fallons y el banco PGNI. Fui yo la que salvó la situación cuando apareció un hueco oscuro de deuda de £10 millones en una compañía filial. Y fui yo quien se pasó tres horas esta tarde discutiendo por un solo término estúpido en el contrato.
El término era el esfuerzo más grande. El lado opuesto quería usar esfuerzos razonables. Al final ganamos el punto, pero no puedo sentir mi triunfo habitual. Lo único que sé es que son las siete y diecinueve y en once minutos debería estar casi en la otra punta de la ciudad sentada para cenar en Maxim con mi mamá y mi hermano Daniel.
Voy a tener que cancelar. Mi propia cena de cumpleaños.
Aún cuando considero el pensamiento, puedo escuchar la voz indignada de Fer que suena en mi mente.
¡No te pueden hacer quedar en el trabajo en tu cumpleaños!
Le cancelé a ella también, la semana pasada, cuando se suponía que íbamos a ir a un club de comedia. La liquidación de una compañía debía completarse para la mañana siguiente y no tuve otra alternativa.
Lo que ella no entiende es que la fecha límite viene primero, fin de la historia. Los compromisos previos no cuentan; los cumpleaños no cuentan. Las vacaciones se cancelan cada semana. En la mesa, enfrente mío, está Clive Sutherland del departamento corporativo. Su esposa tuvo mellizos esta mañana y él estuvo de regreso en la mesa a la hora del almuerzo.
–Está bien, gente –la voz de Ketterman impone atención inmediata.
Ketterman es el único aquí que no tiene la cara roja, no se ve agotado, ni siquiera aburrido. Se lo ve tan hecho una máquina como siempre, tan brillante como se veía esta mañana. Cuando se enoja, simplemente emana una ira silenciosa y hermética.
–Tenemos que levantar la sesión.
¿Qué? Levanto la cabeza de manera abrupta.
Otras cabezas se levantan abruptamente también; puedo detectar la esperanza alrededor de la mesa.
–Hasta que no tengamos la documentación de la diligencia debida de Fallons, no podemos proseguir. Los veo a todos mañana, aquí a las nueve de la mañana –sale rápido y cuando se cierra la puerta, exhalo. Me doy cuenta que estaba aguantando la respiración.
Clive ya salió disparado hacia la puerta. La gente está hablando en los celulares por toda la sala, conversando sobre la cena, películas, llamando para asuntos que ya habían cancelado. Tengo una urgencia repentina de gritar: “¡Yupi!
Pero eso no sería muy profesional.
Reúno mis papeles, los meto en mi portafolios y me levanto.
–Samanta, me olvidé –Guy está viniendo desde el otro lado de la sala–. Tengo algo para ti.
Cuando me da un simple paquete blanco, siento una descarga ridícula de felicidad. Un regalo de cumpleaños. Es el único en toda la compañía que se acordó de mi cumpleaños. No puedo evitarlo pero me sonrojo mientras abro el sobre de cartón.
–¡Guy, realmente no te hubieras molestado!
–No es nada –dice, bien satisfecho consigo mismo.
–¡Igual! –me río–. Pensaba que te…
Me interrumpo de manera abrupta cuando saco un DVD de la compañía en un estuche laminado. Es un resumen de la presentación que tuvimos el otro día de los Socios Europeos. Yo había mencionado que quería una copia.
Lo doy vuelta en mi mano, asegurándome que mi sonrisa esté intacta antes de levantar la mirada. Por supuesto que no se acordó de mi cumpleaños. ¿Por qué iba a acordarse? Es muy probable que ni siquiera sepa cuándo es.
–Genial –digo, al final–. ¡Gracias!
–No hay problema –levanta su portafolios–. Que tengas una buena noche. ¿Algún plan?
No puedo decirle que es mi cumpleaños. Va a pensar… se va a dar cuenta…
–Sólo… un asunto familiar –sonrío–. Nos vemos mañana.
Lo principal es que voy a llegar a la cena después de todo. ¡Y ni siquiera voy a llegar tarde! La última vez que cené con mamá, hace como tres meses, llegué una hora tarde después de retrasarse el avión de Ámsterdam. Luego ella tuvo una llamada en conferencia en el corredor durante el plato principal. No fue justamente un éxito la cena.
Mientras el taxi avanza poco a poco en el tránsito de Cheapside, yo revuelvo con prisa mi cartera buscando mi nuevo set de maquillaje. Me di una escapada a Selfridges en mi hora de almuerzo el otro día cuando me di cuenta que todavía usaba el delineador gris y el rimel que había comprado para una cena de la Sociedad de Abogacía hacía un año. No tenía tiempo para una demostración pero le pedí a la chica del mostrador si simplemente podía venderme todo lo que pensaba que debería tener.
A decir verdad no escuché cuando me explicaba cada artículo, porque estaba hablando por teléfono con Elldridge acerca del contrato ucraniano. Sin embargo, lo que sí me acuerdo es la manera que me insistía para que use algo llamado “polvo bronceante”. Me dijo que me iba a dar un lindo rubor y que me ayudaría a no ser tan terriblemente… Y luego se detuvo. “Pálida”, dijo al final.
Saco la brocha grande del rubor y empiezo a pasarme el polvo en las mejillas y la frente. Luego, cuando me miro en el espejo, me contengo la risa. La cara se ve dorada y brillante, estoy ridícula.
Es decir, ¿a quién quiero engañar? Una abogada de la ciudad que no se ha ido de vacaciones en dos años no está bronceada. Para eso entro con trencitas y simulo que acabo de llegar de Barbados.
Me miro unos segundos más, luego saco una toallita de limpieza y me froto la cara hasta que está blanca otra vez, con sombras grises. De vuelta a la normalidad. La chica del maquillaje me mencionó mil veces mis ojeras y aquí están.
Lo que pasa es que si no tuviera ojeras, probablemente me echarían.
Tengo un traje negro puesto, como siempre. Mi mamá me dio cinco trajes negros casi idénticos para mi cumpleaños veintiuno y en verdad nunca se me fue la costumbre. El único artículo de color que llevo es mi cartera que es roja. Mi mamá me la dio también, hace dos años. Bueno… me dio una negra originalmente, pero de regreso a casa, la vi en rojo en una vidriera, tuve una confusión de ideas y la cambié. No creo que me lo haya perdonado todavía.
Me suelto el pelo de la banda elástica, lo peino rápido y lo tuerzo de vuelta como siempre. Mi pelo nunca fue algo de mi agrado. Es de color ratón, no muy largo, un poco ondulado. Por lo menos, así era la última vez que me fijé. La mayor parte del tiempo vive enroscado en un nudo.
–¿Algún plan agradable para la noche? –pregunta el taxista, que me estaba mirando por el espejo.
–En verdad, es mi cumpleaños.
–¡Feliz cumpleaños! –me mira en el espejo–. Se va de fiesta entonces. La gran noche.
–Eh… algo así.
Mi familia y las fiestas desenfrenadas justamente no combinan. Pero aun así, va a ser lindo ver a todos y ponernos al día. No sucede muy seguido.
No es que no nos queremos ver entre nosotros. Es que tenemos carreras muy extenuantes. Está mi mamá, que es abogada de tribunales superiores. Es bastante conocida, de hecho. Inició su propia sala de prácticas hace diez años y el año pasado ganó un premio para Mujeres en la Abogacía. Luego está mi hermano Daniel, que tiene treinta y seis y es el director de inversiones en Whittons. El año pasado se lo nombró en Money Management Weekly como uno de los mejores negociantes de la ciudad.
También está mi otro hermano, Pedro, pero como dije, tuvo algo como una crisis nerviosa. Vive en Francia ahora y enseña inglés en una escuela local y ni siquiera tiene contestador automático. Y mi papá, por supuesto, que vive en Sudáfrica con su tercera esposa. No lo he visto mucho desde que tenía tres. Pero ya hice las paces acerca de eso. Mi mamá tiene energía suficiente para mamá y papá a la vez.
Ojeo el reloj mientras avanzamos en Strand. Siete y cuarenta y dos. Empiezo a sentir bastante entusiasmo. Afuera está todavía claro y cálido y los turistas caminan en remeras y shorts. Debe haber sido un día espléndido de verano. Adentro del edificio Carter Spink con los aires acondicionados no se tiene idea de cómo está el clima del mundo real.
Nos paramos afuera de Maxim’s y le pago al taxista, agregando una propina grande.
–¡Que tengas una noche genial, linda! –dice–. ¡Y felíz cumpleaños!
–¡Gracias!
Mientras me apuro entrando al restaurante, busco por todos lados a mamá o a Daniel, pero no puedo divisar a ninguno de los dos.
–¡Hola! –le digo al recepcionista–. Me tengo que encontrar con la señora Tennyson.
Esa es mamá. Ella desaprueba que las mujeres se pongan el apellido de sus esposos. También desaprueba que las mujeres se queden en casa, cocinen, limpien, y piensa que todas las mujeres deberían ganar más que los esposos porque son naturalmente más inteligentes.
El recepcionista me lleva a una mesa vacía en un costado y me deslizo en el sillón de gamuza.
–¡Hola! –le sonrío al mozo que se acerca–. Quisiera una copa de champagne, un gimlet y un martini por favor, pero no los traiga hasta que los otros invitados lleguen.
Mamá siempre toma gimlets y no tengo idea en qué anda Daniel en estos días, pero no va a decir que no a un martini.
El mozo asiente con la cabeza y desaparece, y yo miro alrededor a las otras mesas. Maxim’s es un restaurante agradable y con onda. Es muy popular para abogados; de hecho, mamá tiene una cuenta corriente acá. Dos socios de Linklaters están en una mesa distante y puedo ver uno de los abogados más tránsfugas de Londres en la barra. El ruido de las charlas, de los corchos que saltan y de los tenedores que chocan con los enormes platos, es como el gran rugido del mar, con olas ocasionales de risa haciendo que las cabezas se den vuelta.
Mientras doy una ojeada al menú, de repente siento un hambre feroz. No he disfrutado de una comida como Dios manda hace como una semana, y todo se ve tan rico. Espero que mamá se quede lo suficiente como para comer postre. La escuché decir muchas veces que media cena de festejo es suficiente para cualquiera. El problema es que en realidad no le interesa la comida. Tampoco le interesan muchas personas, ya que en general son menos inteligentes que ella.
Pero Daniel se va a quedar. Una vez que mi hermano empieza una botella de vino, tiene que ver que se termine.
–¿Señorita Sweeting? –levanto la cabeza y veo al recepcionista. Tiene un celular en la mano–. Tengo un mensaje. Su madre se ha retrasado en la sala de prácticas.
–Ah –trato de esconder mi desilusión. Pero apenas puedo quejarme. Le he hecho lo mismo a ella muchas veces–. ¿Entonces… a qué hora va a llegar?
Creo que veo un destello de lástima en sus ojos.
–Acá la tengo en el teléfono. Su secretaria me va a comunicar… ¿Hola? –dice en el teléfono–. Tengo aquí a la hija de la señora Tennyson.
–¿Samanta? –llega una voz seca, precisa, a mi oido–. Querida, me temo que no puedo ir esta noche.
–¿No puedes venir para nada? –mi sonrisa decae–. ¿Ni siquiera… para tomar un trago?
Su sala de prácticas queda sólo a cinco minutos en taxi.
–Muchísimas cosas que hacer. Tengo un caso muy importante y tengo que ir al tribunal mañana… No, dame el otro expediente –acota a alguien en la oficina–. Estas cosas suceden –reanuda–. Pero que pases una noche encantadora con Daniel. Ah, y feliz cumpleaños. Te transferí trescientas libras a tu cuenta de banco.
–Ah, está bien –digo–. Gracias.
–Asumo que todavía no has escuchado nada de la sociedad en la compañía.
–Todavía no.
–Escuché que tu presentación salió bien… –puedo escuchar que está dando golpecitos al teléfono con la lapicera– ¿Cuántas horas has trabajado este mes?
–Mm, probablemente como doscientas…
–¿Y eso es suficiente? Samanta, no quieres que te pasen por encima. Has estado trabajando para llegar a esto por mucho tiempo.
Como si no supiera eso.
Igual, supongo que debería estar contenta de que no me está molestando a ver si tengo novio. Mamá nunca me pregunta acerca de mi vida personal. Ella espera que yo esté enfocada y funcionando como ella, si no más. Y a pesar de que no hablamos más muy seguido, a pesar de que sea menos controladora de lo que era cuando yo era más joven, todavía me siento inquieta cuando me llama.
–Va a haber abogados más jóvenes que vendrán detrás –continúa–. Alguien que está en tu posición podría fácilmente trasnochar.
–Doscientas horas es bastante… –trato de explicar–. En comparación con los otros…
–¡Tú tienes que ser mejor que los otros! –su voz me corta como si estuviera en un tribunal–. No puedes permitir que tu rendimiento baje de excelente. Este es un momento crucial… ¡Ese expediente no! –acota impaciente a quien sea que le está hablando–. Espera un segundo Samanta…
–¿Samanta?
Levanto la cabeza confundida y veo una muchacha rubia de traje azul, que se acerca a la mesa. Trae un cesto de regalo con un moño y una gran sonrisa.
–Mi nombre es Lorraine, la asistente personal de Daniel –dice ella con una voz como cantada que de repente la reconozco de las veces que llamo a la oficina de Daniel–. Me temo que no puede venir hoy, pero tengo algo pequeño para ti… y aparte lo tengo aquí en el teléfono para saludarte…
Ella sostiene un celular encendido. Totalmente confundida, lo agarro y me lo pongo en la otra oreja.
–Hola Samanta –se escucha el acento profesional de Daniel–. Escucha, linda. No puedo estar ahí, estoy bien atareado.
¿Ninguno de los dos viene?
–Lo siento mucho –dice Daniel–. Uno de esos días viste. Pero que la pases re bien con mamá.
Respiro profundo. No puedo admitir que ella también me dejó plantada. No puedo admitir que estoy acá sentada sola.
–¡Está bien! –no sé cómo pero logro sacar un tono despreocupado–. ¡La vamos a pasar genial!
¬–Te transferí un poco de plata a tu cuenta. Cómprate algo lindo. Y te mandé unos chocolates con Lorraine –agrega con orgullo–. Los elegí yo mismo.
Miro el cesto de regalo que me ofrece Lorraine. No son chocolates, son jabones.
–Es encantador Daniel –digo–. Muchas gracias.
–Que los cumplas feliz…
Hay un coro de repente detrás de mí. Me doy vuelta y veo un mozo que trae una copa con una luz de Bengala. Hay una bandeja de metal con un cartel escrito en caramelo que dice: Feliz cumpleaños Samanta, al lado hay un menú en miniatura firmado por el chef. Detrás vienen tres mozos más, cantando en harmonía.
Después de un rato, Lorraine se suma a ellos torpemente.
–Que los cumplas feliz…
El mozo apoya la bandeja al lado mío, pero tengo las manos llenas de teléfonos.
–Te ayudo con este –dice Lorraine, aliviándome del teléfono de Daniel. Se lo pone en su oreja, luego me sonríe– ¡Está cantando! –dice, señalando el aparato animadamente.
–¿Samanta? –me dice mamá en la oreja–. ¿Todavía estás ahí?
–Estoy… están cantándome el “Feliz Cumpleaños”…
Pongo el teléfono en la mesa. Después de pensar un momento, Lorraine pone el otro teléfono con cuidado a mi otro lado.
Esta es la fiesta de cumpleaños en familia.
Dos celulares.
Puedo ver que las personas miran para mi lado, sus sonrisas se van yendo cuando ven que estoy sentada sola. Puedo ver la compasión en las caras de los mozos. Trato de mantener el mentón levantado, pero las mejillas me arden de vergüenza.
De repente, el mozo al que le ordené antes, aparece en la mesa. Trae tres tragos en una bandeja y mira la mesa vacía un poco confundido.
¬–¿Para quién es el martini?
–Supuestamente… para mi hermano…
–Ese sería el Nokia –dice Lorraine amablemente, señalando el celular.
Hay una pausa… luego, con una expresión vacía, profesional, el mozo apoya el trago al lado del teléfono, junto con una servilleta de papel.
Quiero reírme… pero siento un ardor detrás de los ojos. Él apoya los otros tragos en la mesa, me hace un gesto con la cabeza y se retira. Hay una pausa incómoda.
–Entonces, este… –Lorraine recupera el teléfono de Daniel y lo echa en su cartera–. Feliz cumpleaños… ¡y que pases una noche adorable!
Mientras ella se va del restaurante, yo levanto el otro teléfono para despedirme… pero mamá ya cortó. Los mozos cantantes ya se han evaporado. Estoy yo sola con un canasto de jabón.
–¿Desea ordenar? –el recepcionista volvió a mi silla–. Puedo recomendar el risotto –dice con un tono amable–. ¿Una buena ensalada, quizás? ¿Y un vaso de vino?
–En realidad… –me obligo a sonreír– Simplemente la cuenta, gracias.
No importa.
Nunca íbamos a poder cenar todos juntos. No deberíamos ni haber tratado de poner una fecha. Estamos todos ocupados, todos tenemos carreras, simplemente así es mi familia.
Mientras estoy parada afuera del restaurante, un taxi se acerca justo delante de mí y saco la mano rápido para llamarlo. Se abre la puerta de atrás y surge una sandalia gastada, seguida de un par de jeans cortados, un suéter bordado, un cabello rubio despeinado bastante conocido…
–Espéreme aquí –le indica al taxista–. Vuelvo en cinco minutos como mucho…
–¿Fer? –digo sin poder creerlo–. Se da vuelta y sus ojos se agrandan.
–¡Samanta! ¿Qué estás haciendo en la calle?
–¿Tú que estás haciendo aquí? –digo yo–. Pensaba que te ibas a India.
–¡Voy en camino! Me tengo que encontrar con Lord en el aeropuerto como en… –mira el reloj–. Diez minutos.
Me pone una cara culpable y no puedo evitar reírme. La conozco a Fer desde que las dos teníamos siete años y estábamos juntas en el internado. La primera noche me dijo que sus familiares eran integrantes de circo y que ella sabía cómo andar en elefante y caminar la cuerda floja. Durante todo un período me creí todas sus historias acerca de la vida exótica del circo, hasta que vinieron sus papás a buscarla esa primera Navidad y resultaron ser contadores de Staines. Incluso en ese momento seguía imperturbable diciendo que ella había mentido para cubrir la verdad real, que era que eran espías.
Ella es más alta que yo, con ojos azules brillantes y piel con pecas, siempre bronceada de sus viajes. En este momento se le está pelando un poco la nariz y tiene un arito nuevo plateado, justo en la parte de arriba de la oreja. Tiene los dientes más torcidos y blancos que he visto y cuando se ríe, se le levanta un lado del labio superior.
–Vine a colarme a tu cena de cumpleaños –Fer se concentra en el restaurante sospechando algo–. Pero pensaba que iba a llegar tarde. ¿Qué pasó?
–Bueno… –titubeo–. Lo que pasó es… mamá y Daniel…
–¿Se fueron temprano? –cuando me mira, la expresión de Fer cambia a una de horror–. ¿No aparecieron? Dios mío. Los cabrones. ¿No podían una vez en la vida ponerte a ti primero en vez de sus putas… –detiene su diatriba; sabe que ya escuché eso antes–. Lo siento, ya sé. Son tu familia, lo que sea.
Fer y mi mamá no se llevan muy bien que digamos.
–No importa –digo, encogiéndome de hombros con pesar–. En serio, tengo una pila de trabajo de todas maneras.
–¿Trabajo? –Fer se ve horrorizada–. ¿Ahora? ¿Estás hablando en serio? ¿Nunca vas a parar?
–Estamos muy ocupados en este momento. Es algo pasajero…
–¡Siempre hay algo pasajero! ¡Siempre hay una crisis! Ningún año haces algo divertido…
–Eso no es verdad…
–Cada año me dices que el trabajo va a ponerse mejor pronto. ¡Pero nunca pasa! –tiene los ojos bien preocupados–. ¿Samanta, que pasó con tu vida?
Me quedo en silencio por un momento, los autos rugen detrás de mí en la calle. Para ser honesta, no me acuerdo cómo era mi vida antes. Mientras transporto la mente a años atrás, recuerdo las fiestas que pasé con Fer en Italia, cuando teníamos las dos dieciocho. Mi última ventana de verdadera libertad. Desde ese entonces el trabajo me ha absorbido de manera gradual, casi imperceptible.
–Quiero ser una socia de Carter Spink –digo al final–. Eso es lo que quiero. Hay que hacer… sacrificios.
–¿Y qué pasa cuando logras ser socia? –insiste–. ¿Se hace más fácil?
La verdad que no he pensado en qué pasa más allá de ser socia. Es como un sueño. Como una pelota brillante en el cielo.
–¡Tienes veintinueve años, por el amor de Dios! –Fer explota–. Tendrías que hacer algo espontáneo una vez cada tanto. ¡Tendrías que estar conociendo el mundo! –Me toma del brazo–. Samanta, ven a India. ¡Ahora!
–¿Qué qué? –me río nerviosa–. ¡No puedo ir a India!
–Tómate un mes libre. ¿Por qué no? No te van a echar. Vamos al aeropuerto, te conseguimos un pasaje…
–Fer, estás loca. En serio –le aprieto el brazo¬–. Te quiero… pero estás loca.
Despacio, deja de apretarme el brazo.
–Lo mismo –dice–. Estás loca, pero te quiero.
Su celular empieza a sonar, pero lo ignora. En cambio, hurga en su cartera bordada. Al fin, saca un pequeño perfume plateado, al azar envuelto en un pedazo de seda violeta que ya se está saliendo.
–Aquí –me lo da bruscamente.
–Fer –lo doy vuelta en mi mano– Es maravilloso.
–Sabía que te iba a gustar –saca el celular de su bolsillo–. ¡Hola! –dice de manera impaciente–. Mira, Lord. Te veo ahí, ¿está bien?
El nombre completo del esposo de Fer es Lord Andrew Edgerly. El apodo que Fer le puso a él comenzó como una broma y quedó. Se conocieron hace cinco años en un kibutz y se casaron en Las Vegas. Él es alto y flemático y la mantiene a Fer encaminada en sus momentos más descabellados. También es asombrosamente gracioso cuando pasas la inexpresión total del principio. En teoría, al casarse ella pasa a ser Lady Edgerly… pero a su familia no le llama mucho esa idea. Ni tampoco a los Edgerlys.
–Gracias por haber venido. Gracias por esto –la abrazo–. Que la pasen genial en India.
–Lo haremos –Fer se sube de vuelta al mismo taxi–. Y si quieres venir, avísame. Inventa que tuviste una emergencia familiar… cualquier cosa. Dales mi número. Yo te cubro, lo que quieras inventar.
–Vete ¬–le digo, riéndome, y la empujo un poco –Vete a India.
La puerta se cierra fuerte y ella saca la cabeza por la ventanilla.
–Sam… suerte mañana –me agarra la mano, de repente bien seria–. Si realmente es lo que quieres… entonces ojalá te salga.
–Es lo que quiero más que ninguna otra cosa –cuando miro a mi amiga del alma, toda mi calculada despreocupación desaparece–. Fer… no puedo decirte cuánto quiero esto.
–Lo conseguirás. Sé que lo harás –me besa la mano y luego me dice chau con la mano–. ¡Y no vuelvas a la oficina! ¡Promételo! –grita encima del rugido del taxi.
–¡Está bien! ¡Lo prometo! –le grito. Espero que su taxi se aleje y luego levanto la mano para llamar otro.
–Carter Spink, por favor –digo mientras arranca.
Tenía los dedos cruzados. Por supuesto que vuelvo a la oficina.
Llego a casa a las once en punto, exhausta y sin cerebro, habiendo hecho sólo la mitad del expediente de Ketterman. Maldito Ketterman, pienso, mientras abro la puerta de abajo del edificio de 1930 en el que vivo. Maldito Ketterman, maldito… maldito…
–Buenas noches, Samanta.
Casi salto un kilómetro de distancia. Es Ketterman. Justo ahí, parado frente a los ascensores, con un portafolios repleto. Por un instante estoy paralizada de terror. ¿Qué está haciendo acá?
–Alguien me dijo que vivías aquí –le destellan los ojos a través de los anteojos–. Compré el número treinta y dos como segunda vivienda. Seremos vecinos durante la semana.
Por favor díganme que esto no está ocurriendo. ¿Vive acá?
–Eh… ¡bienvenido al edificio! –digo, tratando de sonar lo más honesta posible. Se abre la puerta del ascensor y entramos los dos.
El 32. Eso significa que está sólo dos pisos arriba del mío. Siento como si el director de la escuela se hubiera mudado a mi edificio. ¿Por qué tuvo que elegir este edificio?
El ascensor sube en silencio. Cada vez me siento más incómoda. Tal vez tendría que hacer algún comentario, alguna charla básica, como de vecina.
–Avancé bastante con el expediente que me dio –digo, al final.
–Bien –dice, de manera cortés y asiente con la cabeza.
No sirvió demasiado el comentario, tendría que ir directo a lo grande.
¿Me van a ascender a socia mañana?
–Bueno… buenas noches –digo torpemente, mientras salgo del ascensor.
–Buenas noches, Samanta.
Las puertas del ascensor se cierran y yo grito en silencio. No puedo vivir en el mismo edificio que Ketterman. Voy a tener que mudarme.
Estoy a punto de poner la llave en la cerradura cuando se abre apenas la puerta del apartamento opuesto.
–¿Samanta?
Como si no hubiera tenido suficiente esta noche. Es la señora Farley, mi vecina. Tiene el pelo plateado y anteojos de borde dorado y está interesada de manera insaciable en mi vida. Sin embargo, es muy amable y me recibe los paquetes, asíque trato de tolerar su impertinencia.
–Otro envío llegó para ti, querida –dice–. Esta vez de la tintorería, te lo voy a buscar.
–Gracias –le digo, agradecida, mientras abro la puerta de mi casa. Hay una pequeña montaña de panfletos en el felpudo de la entrada y los corro hacia un lado, hacia la pila más grande que crece al costado del pasillo de casa. Mi plan es reciclar todo cuando tenga un momento. Está en mi lista.
–Otra vez llegas tarde a casa –la señora Farley me trae una pila de camisas de polietileno–. ¡Las chicas de hoy están siempre tan ocupadas! ¡Esta semana nunca llegaste a tu casa antes de las once!
Esto es lo que quiero decir cuando digo de manera insaciable. Es muy probable que tenga todos mis detalles anotados en un librito en algún lado.
–Muchísimas gracias –trato de agarrar lo de la tintorería, pero la señora Farley me entrando a mi casa y exclamando–: ¡Yo te lo llevo!
–Eh… disculpe el… eh… lío –digo mientras ella trata de pasar por una pila de fotos que están apoyadas contra la pared –siempre quiero guardarlas…
La llevo de prisa a la cocina, lejos de la pila de menúes de comida para llevar que están en la mesita del pasillo. Y luego me arrepiento de haber hecho eso. En la mesada de la cocina hay un montón de latas y tarros, junto con una nota que dejó la nueva mucama, en mayúsculas:
QUERIDA SAMANTA
1. TODA TU COMIDA ESTÁ VENCIDA. ¿LA TIRO?
2. ¿TIENES ALGÚN PRODUCTO DE LIMPIEZA? ¿COMO LAVANDINA? NO PUDE ENCONTRAR NINGUNO.
3. ¿ESTÁS JUNTANDO LOS RECIPIENTES DE COMIDA CHINA POR ALGÚN MOTIVO? NO LOS TIRÉ POR LAS DUDAS.
TU MUCAMA, JOANNE.
Me doy cuenta que la señora Farley está leyendo la nota. Casi puedo escucharla cloquear dentro de su cabeza. El mes pasado me dio un pequeño sermón acerca de tener una olla eléctrica de cocción lenta, porque todo lo que hay que hacer es poner el pollo con vegetales por la mañana y no toma más de cinco minutos cortar una zanahoria. ¿No es cierto?
En realidad no tengo ni idea.
–Entonces… gracias –agarro de prisa lo de la tintorería de las manos de la señora Farley y lo apoyo en la mesa, luego la conduzco hasta la puerta, consciente de su mirada curiosa–. Es usted muy amable.
–No es ninguna molestia. Sin ánimos de entrometerme, querida, pero sabes, tú puedes lavar las camisas de algodón muy bien en tu casa y ahorrarte todo ese dinero.
La miro sin expresión. Si hiciera eso, tendría que secarlas y plancharlas.
–Y me acabo de dar cuenta que una vino sin un botón –agrega–. La de rayas rosas.
–Ah, cierto –digo–. Está bien. La mando de regreso. No me van a cobrar.
–¡Tú misma puedes pegar un botón querida! –la señora Farley está asombrada–. No te llevará ni dos minutos, debes tener un botón de más en tu costurero.
¿Mi qué?
–No tengo costurero –le explico lo más amable posible–. Yo en realidad no coso demasiado.
–¡Pero sí puedes coser un simple botón! –exclama.
–No –digo, un poco dolida por su expresión–. Pero no hay problema, la mando de vuelta a la tintorería.
La señora Farley está horrorizada.
–¿No sabes coser un botón? ¿Tu mamá nunca te enseñó?
Me contengo la risa al pensar en mi madre cosiendo un botón.
–Eh… no, nunca.
–En mi época –dice la señora Farley, negando con la cabeza–, a todas las niñas educadas se les enseñaba a coser botones y a zurcir medias.
Nada de lo que está diciendo tiene sentido para mí. Zurcir medias. Tonterías.
–Bueno, en mi época… no –contesto cortésmente–. Nos enseñaban a estudiar para los exámenes y a obtener una carrera que valga la pena. Nos enseñaban a tener opiniones. Nos enseñaban a usar el cerebro –agrego, sin poder resistir la tentación.
La señora Farley no parece impresionada.
–Es una lástima –dice al fin, y me da unas palmadas de compasión.
Estoy tratando de mantener la paciencia, pero he trabajado por horas, mi cumpleaños no existió, siento un cansancio y un hambre terribles, Ketterman vive dos pisos arriba del mío y ¿ahora esta mujer quiere que me ponga a coser un botón?
–No es una lástima –digo fuerte.
–Está bien, querida –dice la señora Farley con un tono tranquilizador y se dirige a través del pasillo hacia su apartamento.
De alguna manera, esto me enoja aun más.
–¿A qué se refiere con que es una lástima? –exijo, saliendo de mi puerta–. ¿De qué manera? Está bien, quizás no pueda coser un botón, pero sí puedo reestructurar un acuerdo corporativo de finanzas y salvarle a mi cliente treinta millones de libras. Eso es lo que puedo hacer.
La señora Farley me contempla desde su puerta.
–Es una lástima –repite, como si ni me hubiera escuchado–. Buenas noches, querida –cierra la puerta y yo emito un chillido de exasperación.
–¿Nunca escuchó acerca del feminismo? –grito en su puerta.
Pero no hay repuesta alguna.
Enfadada, ingreso a mi apartamento, cierro la puerta y levanto el teléfono. Marco el número guardado de la pizzería y pido lo de siempre: una margarita y una bolsa de papitas. Me sirvo una copa de vino de la heladera, luego regreso al living y prendo la tele.
Un costurero. ¿Qué más quiere que tenga? ¿Agujas de tejer? ¿Un telar?
Me hundo en el sofá con el control remoto y cambio los canales, mirando vagamente las imágenes, noticias… una película francesa… un documental de algún animal…
Un segundo. Dejo de cambiar, tiro el control al sofá y me acomodo en los almohadones.
Los Waltons. En un canal escondido por ahí. No he visto Los Waltons en años.
En la pantalla toda la familia está reunida alrededor de la mesa; la abuela está bendiciendo la mesa.
Mirar algo de máximo confort. Justo lo que necesito.
Tomo un trago de vino y siento que empiezo a relajarme. Siempre me encantó a escondidas Los Waltons, desde que era chica. Solía sentarme en la oscuridad cuando los demás salían y jugaba a que vivía también en la montaña de Walton.
Y ahora es la última escena de todas, la que siempre esperaba: la casa Walton en la oscuridad. Las luces centellean; los grillos cantan. La voz de John Boy en off. Una casa llena de personas que se quieren los unos a los otros. Me abrazo las rodillas y miro con nostalgia la pantalla mientras la música conocida suena hasta el final.
–¡Buenas noches, Elizabeth!
–Buenas noches, abuela –contesto en voz alta. No es que haya alguien que escuche.
–¡Buenas noches, Mary Ellen!
–Buenas noches, John Boy –digo al unísono con Mary Ellen.
–Buenas noches.
–Buenas noches.
Cuatro
Me despierto a las seis de la mañana con el corazón latiéndome fuerte, casi parada, buscando una lapicera y diciendo en voz alta: “¿Qué? ¿Qué?”
Que en realidad es como despierto siempre. Creo que el dormir nerviosa es de familia. La Navidad del año pasado en la casa de mamá, fui despacito a la cocina como a las tres de la mañana para tomar agua… y me encontré a mamá con la bata puesta, leyendo un reporte del tribunal y a Daniel tomándose un Xanax mientras miraba televisión.
Me tambaleo al baño y veo mi reflexión pálida. Llegó el momento. Todo el trabajo, estudio, las noches hasta tarde… todo fue por este día.
Socia, o no socia.
Ay, Dios. Basta. No pienses en eso. Me dirijo a la cocina y abro la heladera. Carajo. No hay leche.
Ni café.
Tengo que conseguir una compañía que traiga la comida a domicilio. Y un lechero. Agarro una lapicera y escribo 47. ¿Reparto de comida / lechero? Al final de mi lista de COSAS PARA HACER.
Mi lista de COSAS PARA HACER está escrita en un papel pegado en la pared y es un memo útil de las cosas que tengo pensadas hacer. Se está poniendo un poco amarilla ahora, en realidad… y la tinta de la parte de arriba de la lista está borrosa y
Spanish to English: Acta Defunción General field: Other Detailed field: Certificates, Diplomas, Licenses, CVs
Source text - Spanish G O B I E R N O DE LA C I U D A D DE B U E N O S A I R E S
"1983-2023. 40 Años de Democracia"
Acta Defunción
Número:
Buenos Aires,
Referencia: Acta Registro Defunción - Geofredo Juan LUCAS - DNI: M4304118
REGISTRO DEL ESTADO CIVIL Y CAPACIDAD DE LAS PERSONAS
Central Defunciones Tomo: 81PR Número: 65 Año: 2023
En la Ciudad Autónoma de Buenos Aires de la República Argentina, a 12 de septiembre de 2023, Yo,
Funcionario del Registro del Estado Civil y Capacidad de las Personas inscribo la Defunción de: Geofredo
Juan LUCAS, de sexo Masculino, nacionalidad Argentina, DNI: M4304118 Domicilio: Av. Del Libertador
3652 10 A - Vicente Lopez - BUENOS AIRES - Argentina Hijo de ---- y de ---- nacido/a en Ciudad de
Buenos Aires, el 08/02/1940 ocurrida en Perdriel 74 - Ciudad de Buenos Aires - Argentina el 12/09/2023 a
las 12:20 horas, causa de la defunción: Paro cardiaco . Certificado médico de Médico Carlos PEÑA
Matrícula: 175166
Obra en virtud de: la autorización que se archiva de Alejandro Juan LUCAS, DNI: 21594122, quien reconoce
el cadáver.
Se labra según disposición 65-2018-DGRC
ACTA-2023-34305948-GCABA-DGRC
Miércoles 13 de Septiembre de 2023
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Date: 2023.09.13 08:38:02 ART
Location: Ciudad Autónoma de Buenos Aires
Laura Mabel SOLIS
Oficial
D.G.REG.ESTADO CIVIL Y CAP.DE PERS.
MINISTERIO DE GOBIERNO
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Oficiales
DN: cn=Comunicaciones Oficiales
Date: 2023.09.13 08:38:05 -03'00
Translation - English Government of the City of Buenos Aires
“1983-2023. 40 years of democracy”
Death Certificate
Number: ACTA-2023-34305948-GCABA-DGRC
Buenos Aires, Wednesday, September 13th, 2023
Reference: Death Record - Geofredo Juan LUCAS - ID: M4304118
CIVIL REGISTRY OF VITAL RECORDS
Deaths Office Volume: 81PR Number: 65 Year: 2023
In the autonomous city of Buenos Aires, Republic of Argentina, on September 12th, 2023, I, official of the Civil Registry of Vital Records, register the death of: Geofredo Juan LUCAS, male, of Argentine Nationality, ID: M4304118, Address: Av. Del Libertador 3652 10 A - Vicente Lopez - BUENOS AIRES - Argentina, son of ---- and ---- born in the city of Buenos Aires, on 02/08/1940, occurred on Perdriel 74 - City of Buenos Aires - Argentina on 09/12/2023 at 12:20 pm, cause of death: heart attack. Medical certificate from doctor Carlos PEÑA, Registration: 175166
Works by virtue of: the authorization that is filed by Alejandro Juan LUCAS, ID: 21594122, who identifies the body.
It is filed according to regulation 65-2018-DGRC
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Translation education
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Years of experience: 17. Registered at ProZ.com: Jul 2007. Became a member: Apr 2010.
I am a Spanish Interpreter, translator, proofreader and editor. I have a broad experience in consecutive and simultaneous interpretations, mostly at depositions, EUO's, 50H Hearings, but also conferences. I have substantial experience in translation as well. Plus, I do voice-over work.
Keywords: spanish, voiceover, interpreting, translation, computers, technology, medical, legal, literature